El gran abrazo de Europa.
Los temores europeos.
"Francia y Gran Bretaña deben acercarse frente al peligro alemán", decía la conservadora primer ministro, para quien "sólo Rusia podría ser un contrapeso más poderoso" que Alemania. Y mientras la todavía Unión Soviética gestaba los primeros cambios de su histórica Perestroika, Thatcher entendía que el presidente de la URSS, Mijail Gorbachov, debía ser "asociado" al frente franco-británico. Pero el 9 de noviembre de 1989, el ícono más contundente de la Guerra Fría no resistió los embates del modernismo. Y el conflicto que partió a Europa y a buena parte del mundo en dos mitades aparentemente irreconciliables, perdió su razón de ser. Como recordando el viejo dicho que enfatiza en que la mentira tiene patas cortas, este hecho, que comenzó con un burdo engaño, terminó siendo un grave error de apreciación. El engaño en cuestión -obra de Walter Ulbricht, presidente del Consejo de Estado de la República Democrática Alemana (RDA) – tuvo su origen el 15 de junio de 1961, apenas dos meses antes de la instalación de las primeras alambradas de púas, cuando Ulbricht proclamó que "nadie" tenía la "intención de erigir un muro". Como todo gobierno totalitario, se escondía tras una mentira.
Y la ceguera tomó como víctima a su sucesor, Erich Honecker, quien afirmó el 19 de enero de 1989 que esa herida fortificada que partía la ciudad en dos, seguiría en su lugar "dentro de 50 o de 100 años". Diez meses después, se produjo su derrumbe.
Luego de soportar el bloqueo soviético (1948-49), Berlín se había transformado en el símbolo de la Guerra Fría. Enclavada en la "democracia popular" de la RDA, la ex capital del Reich, rápidamente reconstruida sobre los escombros de la Segunda Guerra Mundial, fascinaba a decenas de miles de alemanes orientales que iban cada día a trabajar a la ciudad, por su forma de vida occidental, opulenta y desprejuiciada. Ante esta incontrastable realidad, el poder comunista no tubo otra opción que levantar ese "muro de la vergüenza" en el corazón de la ciudad, el cual materializaba la opresión del totalitarismo post-estalinista. Pero en noviembre de 1989, la autoridad del régimen alemán oriental vacilaba al punto tal, que Erich Honecker, el hombre que había aplaudido la masacre de Tiananmen, fue destituido por sus pares en un intento por salvar las pocas piedras de la utopía comunista que aún permanecían en pie. Ya el 4 de noviembre, en Alexanderplatz, cerca de un millón de manifestantes exigían la libertad de viajar. El pueblo alemán le había perdido el miedo a la bota totalitaria.
Ese 9 de noviembre, después de un plenario del comité central del SED (Partido Socialista Unificado de Alemania), Günter Schabovski, miembro del buró político, anunció la adopción de "un reglamento que permite a todo ciudadano dejar (la RDA) por cualquier puesto fronterizo", incluso por Berlín-Oeste. Cuando un periodista italiano le preguntó a partir de cuándo, la respuesta fue: "Entiendo que en forma inmediata". A partir de allí, la noticia se propagó como reguero de pólvora. Los berlineses se reunieron masivamente a ambos lados del muro, y en los puntos de control de paso. Finalmente, hacia las 22.30, en la Bornholmer Strasse, en el barrio de Prenzlauer Berg, se levantó la primera barrera. A medianoche, el resto de los puestos fronterizos imitaron la medida. "Berlín vuelve a ser Berlín", tituló un diario al Oeste. El resto pertenece a la historia. Mirada desde 1989, veinte años después, Europa Central hubiera parecido una quimera. Ya una generación creció en libertad, y regida por la ley, el orden, y la inclusión. Quedó demostrado que el temor a la ruina económica y el caos político, no tenía fundamento.
Al oír en una conferencia de prensa transmitida por televisión que había "nuevas reglas de viaje" entre las dos partes de Berlín y que sólo se necesitaba el documento vigente para cruzar, una avalancha de alemanes orientales se dirigió al muro y pidió pasar sin salvoconducto. En un principio los guardias se negaron y la multitud regresó; pero poco rato después, la pared de hormigón comenzó a ser derribada por la parte occidental. La comunicación que llegó a la prensa internacional la noche del 9 de noviembre de 1989, decía: "Miles de personas, provistas de botellas de champaña, se introdujeron esta noche en Berlín Oeste bailando y gritando de alegría, y algunos llegaron a subirse a lo alto del Muro de Berlín sólo para bailar y gritar, luego que el gobierno de Alemania Oriental anunció la apertura de sus fronteras con el Oeste".
En la capital de Alemania, donde hoy se celebra el 20° aniversario de la caída del Muro de Berlín, el gran símbolo de la Guerra Fría que dividió al país durante 28 años, y a su vez el colapso de los regímenes comunistas de Europa del Este, el presidente ruso Dimitri Medvedev, uno de los invitados de honor a las ceremonias de celebración, estimó que la caída de éste no había justificado sus esperanzas. "El derrumbe de la URSS fue un gran choque para todos los que vivieron en la ex-URSS", afirmó el presidente en una entrevista a la revista alemana Der Spiegel. "Con respecto a Vladimir Putin y a mí -prosiguió Medvedev-, no quisiera que comiencen a considerarnos como los dirigentes veteranos del buró político, parados en la tribuna del mausoleo (de Lenin, en la Plaza Roja de Moscú), con los mismos sobretodos y los mismos sombreros". Paradójicamente, parecería que las mismas dudas y temores que ayer embargaban a Margaret Thatcher y Francois Mitterrand, han reencarnado ahora en la dirigencia rusa sucesora de Mijail Gorbachov.
Durante décadas, la propaganda oficial había satanizado al capitalismo asimilándolo al canibalismo. Pero la libertad de precios, el tipo de cambio libre, el libre comercio exterior, la liberalización de los mercados laborales y la privatización, han demostrado ser un éxito impensado. La posibilidad de obtener ganancias liberó los talentos reprimidos de millones de emprendedores, y los inversores extranjeros, frenados en un principio por la falta de servicios elementales como telefonía, por ejemplo, llegaron en masa, con su enorme transferencia de conocimientos.
Argenta, Noviembre, 2009
"No queremos una Alemania unificada", afirmaba la jefa del gobierno británico Margaret Thatcher a Gorbachov, en un encuentro en Moscú en septiembre de 1989, según revelan los archivos que Gran Bretaña desclasificó en septiembre. La primer ministro consideraba entonces que el cambio de fronteras y el desarrollo posterior, producto de la reconciliación alemana, "quebraría la estabilidad de la situación internacional". Y esos mismos temores eran compartidos por el Presidente francés Mitterrand, quien el 20 de enero de 1990, al recibir a Thatcher en el Elíseo, le transmitió su preocupación sobre que una Alemania reunificada podría "ganar todavía más terreno que el acumulado por Hitler". Como conclusión, los archivos diplomáticos abiertos por Francia, tras la medida similar en Gran Bretaña, muestran que París y Londres, dirigidos entonces por Francois Mitterrand y Margaret Thatcher respectivamente, eran hostiles a la caída del Muro de Berlín y al surgimiento de una Alemania reunificada.
"Francia y Gran Bretaña deben acercarse frente al peligro alemán", decía la conservadora primer ministro, para quien "sólo Rusia podría ser un contrapeso más poderoso" que Alemania. Y mientras la todavía Unión Soviética gestaba los primeros cambios de su histórica Perestroika, Thatcher entendía que el presidente de la URSS, Mijail Gorbachov, debía ser "asociado" al frente franco-británico. Pero el 9 de noviembre de 1989, el ícono más contundente de la Guerra Fría no resistió los embates del modernismo. Y el conflicto que partió a Europa y a buena parte del mundo en dos mitades aparentemente irreconciliables, perdió su razón de ser. Como recordando el viejo dicho que enfatiza en que la mentira tiene patas cortas, este hecho, que comenzó con un burdo engaño, terminó siendo un grave error de apreciación. El engaño en cuestión -obra de Walter Ulbricht, presidente del Consejo de Estado de la República Democrática Alemana (RDA) – tuvo su origen el 15 de junio de 1961, apenas dos meses antes de la instalación de las primeras alambradas de púas, cuando Ulbricht proclamó que "nadie" tenía la "intención de erigir un muro". Como todo gobierno totalitario, se escondía tras una mentira.
Y la ceguera tomó como víctima a su sucesor, Erich Honecker, quien afirmó el 19 de enero de 1989 que esa herida fortificada que partía la ciudad en dos, seguiría en su lugar "dentro de 50 o de 100 años". Diez meses después, se produjo su derrumbe.
Cuando Europa perdió el miedo.
Luego de soportar el bloqueo soviético (1948-49), Berlín se había transformado en el símbolo de la Guerra Fría. Enclavada en la "democracia popular" de la RDA, la ex capital del Reich, rápidamente reconstruida sobre los escombros de la Segunda Guerra Mundial, fascinaba a decenas de miles de alemanes orientales que iban cada día a trabajar a la ciudad, por su forma de vida occidental, opulenta y desprejuiciada. Ante esta incontrastable realidad, el poder comunista no tubo otra opción que levantar ese "muro de la vergüenza" en el corazón de la ciudad, el cual materializaba la opresión del totalitarismo post-estalinista. Pero en noviembre de 1989, la autoridad del régimen alemán oriental vacilaba al punto tal, que Erich Honecker, el hombre que había aplaudido la masacre de Tiananmen, fue destituido por sus pares en un intento por salvar las pocas piedras de la utopía comunista que aún permanecían en pie. Ya el 4 de noviembre, en Alexanderplatz, cerca de un millón de manifestantes exigían la libertad de viajar. El pueblo alemán le había perdido el miedo a la bota totalitaria.
Ese 9 de noviembre, después de un plenario del comité central del SED (Partido Socialista Unificado de Alemania), Günter Schabovski, miembro del buró político, anunció la adopción de "un reglamento que permite a todo ciudadano dejar (la RDA) por cualquier puesto fronterizo", incluso por Berlín-Oeste. Cuando un periodista italiano le preguntó a partir de cuándo, la respuesta fue: "Entiendo que en forma inmediata". A partir de allí, la noticia se propagó como reguero de pólvora. Los berlineses se reunieron masivamente a ambos lados del muro, y en los puntos de control de paso. Finalmente, hacia las 22.30, en la Bornholmer Strasse, en el barrio de Prenzlauer Berg, se levantó la primera barrera. A medianoche, el resto de los puestos fronterizos imitaron la medida. "Berlín vuelve a ser Berlín", tituló un diario al Oeste. El resto pertenece a la historia. Mirada desde 1989, veinte años después, Europa Central hubiera parecido una quimera. Ya una generación creció en libertad, y regida por la ley, el orden, y la inclusión. Quedó demostrado que el temor a la ruina económica y el caos político, no tenía fundamento.
El gran abrazo de Europa.
Al oír en una conferencia de prensa transmitida por televisión que había "nuevas reglas de viaje" entre las dos partes de Berlín y que sólo se necesitaba el documento vigente para cruzar, una avalancha de alemanes orientales se dirigió al muro y pidió pasar sin salvoconducto. En un principio los guardias se negaron y la multitud regresó; pero poco rato después, la pared de hormigón comenzó a ser derribada por la parte occidental. La comunicación que llegó a la prensa internacional la noche del 9 de noviembre de 1989, decía: "Miles de personas, provistas de botellas de champaña, se introdujeron esta noche en Berlín Oeste bailando y gritando de alegría, y algunos llegaron a subirse a lo alto del Muro de Berlín sólo para bailar y gritar, luego que el gobierno de Alemania Oriental anunció la apertura de sus fronteras con el Oeste".
En la capital de Alemania, donde hoy se celebra el 20° aniversario de la caída del Muro de Berlín, el gran símbolo de la Guerra Fría que dividió al país durante 28 años, y a su vez el colapso de los regímenes comunistas de Europa del Este, el presidente ruso Dimitri Medvedev, uno de los invitados de honor a las ceremonias de celebración, estimó que la caída de éste no había justificado sus esperanzas. "El derrumbe de la URSS fue un gran choque para todos los que vivieron en la ex-URSS", afirmó el presidente en una entrevista a la revista alemana Der Spiegel. "Con respecto a Vladimir Putin y a mí -prosiguió Medvedev-, no quisiera que comiencen a considerarnos como los dirigentes veteranos del buró político, parados en la tribuna del mausoleo (de Lenin, en la Plaza Roja de Moscú), con los mismos sobretodos y los mismos sombreros". Paradójicamente, parecería que las mismas dudas y temores que ayer embargaban a Margaret Thatcher y Francois Mitterrand, han reencarnado ahora en la dirigencia rusa sucesora de Mijail Gorbachov.
El otro engaño.
Durante décadas, la propaganda oficial había satanizado al capitalismo asimilándolo al canibalismo. Pero la libertad de precios, el tipo de cambio libre, el libre comercio exterior, la liberalización de los mercados laborales y la privatización, han demostrado ser un éxito impensado. La posibilidad de obtener ganancias liberó los talentos reprimidos de millones de emprendedores, y los inversores extranjeros, frenados en un principio por la falta de servicios elementales como telefonía, por ejemplo, llegaron en masa, con su enorme transferencia de conocimientos.
A veinte años de la caída del Muro, gran parte de la economía oriental se ha desenganchado de su locomotora comunista, gracias a transferencias estatales de más de 1 billón de euros (US$1,5 billones) desde el Occidente, que le han posibilitado una reestructuración general. La productividad casi se ha duplicado desde 1991, y el producto por habitante trepó el año pasado a cerca de 69% del nivel de Alemania Occidental, por arriba del 33% de 1991. “La gran desilusión -según The Economist -es que la elite del antiguo sistema sigue teniendo poder y riqueza, y tienen mejor desempeño administrando el capitalismo que condenaron, que el socialismo que predicaron”. ¡Curiosa paradoja! Pero más importante aún que todo ello, es que a partir de ese 9 de noviembre de 1989, los alemanes todos decidieron dejar de lado las mentiras y los odios que nunca debieron existir, y darse el abrazo de hermanos que nunca dejaron de ser.
Pueblos desesperanzados y dirigentes iluminados, suelen repetir estos errores.
Pueblos desesperanzados y dirigentes iluminados, suelen repetir estos errores.
Argenta, Noviembre, 2009
Fuentes: LA NACIÓN / GDA, THE ECONOMIST
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